Por Jorge Rivas *
En las sociedades modernas, la política tiene entre sus misiones la de intervenir en los innumerables conflictos que las caracterizan, para tratar de eliminarlos o para apaciguar sus indeseables efectos. Uno de ellos, que las democracias de todo el mundo –principalmente en las grandes ciudades y sus alrededores– deben abordar seriamente si aspiran a perdurar y a profundizarse, es el de la inseguridad. Si los factores que la generan son múltiples, el alto grado de desigualdad es reconocido como central por la totalidad de los criminólogos. Vale la pena decir que el concepto de desigualdad no se agota en la pobreza, aunque la incluya. Se trata más bien de la dualización de la sociedad. En otras palabras, de la cruel convivencia entre la ostentación de lo que unos tienen de sobra y la más elemental necesidad que padecen otros.
Las estadísticas acerca de la población penitenciaria muestran una realidad muy distinta de la que se predica diaria y superficialmente: ella crece nueve veces más rápido que la del conjunto del país. Treinta de cada cien personas privadas de su libertad son analfabetas, y esa proporción llega a setenta en los institutos de menores. La superpoblación de las cárceles promueve la promiscuidad y el hacinamiento, lo que no contribuye a la resocialización de nadie. De algún modo se verifica la afirmación de Alfredo Palacios, en el sentido de que “el Código Penal sólo se aplica a los pobres”.
No obstante, toda demanda de una sociedad que aspira a vivir mejor debe interpretarse como una demanda democrática, y aspirar a vivir más seguros es querer vivir mejor. Por lo tanto, lo que demanda la enorme mayoría es fuertemente democrático. Lo que no es democrático es lo que hace un puñado de miserables e inescrupulosos –algunos de ellos seudodirigentes políticos– que se montan en el legítimo reclamo para desnaturalizarlo y convertirlo en autoritario y reaccionario.
La mayoría reclama políticas preventivas: sabe que cuando el patrullero llega casi siempre es tarde, y el daño, irreparable. A pesar de la morbosidad de los medios, que suele poner en primer plano la opinión visceral de las víctimas, lo que a ellas se les escucha decir no es que se deba reformar el Código Penal, o imponer la pena de muerte, o denunciar el Pacto de San José de Costa Rica. Lo que la mayoría desea es vivir sencillamente tranquila.
El problema de la inseguridad es lo suficientemente grave como para que lo aborde gente seria, y no la runfla de atorrantes y oportunistas que repiten banalidades en los medios, más preocupados en obtener algún beneficio personal que en resolver el asunto de fondo. Bien sirve de ejemplo la convocatoria televisiva de un señor, grande ya, aunque navegue con bandera de adolescente y con un sofisticado tatuaje en el cuello, que invita a participar en el armado de un mapa del delito. Es demasiado. Que para desarrollar una política pública contra el crimen hay que tener antes un mapa del delito es tan obvio como que el único que puede hacerlo es el Estado. A otro presunto dirigente, para colmo, se le ocurrió hace algún tiempo levantar en su municipio un muro que separara a los dignos de los indignos, en una demostración de los horrores a los que podemos llegar si no tratamos con seriedad este conflicto.
Ahora bien, así como nadie bien intencionado puede dudar de que en buena parte la solución para la inseguridad se alcanza con integración social y con igualdad, la angustia es por el mientras tanto. Y la verdad es que el que puede lo más. puede lo menos. Mientras avanzamos en la construcción de una sociedad justa, podemos empezar por hacer cumplir la ley, corregir falencias de las instituciones policiales para tornarlas más eficientes, urbanizar los grandes asentamientos. Un aspecto que no puede dejar de mencionarse es la vinculación, rayana con la complicidad, entre algunos policías y algunos dirigentes políticos, por un lado, y por el otro, bandas de delincuentes que sin ella no podrían contar con la logística indispensable para cometer determinados delitos.
Por lo pronto, sería un valioso aporte que los medios de comunicación dejaran de propalar, en nombre de las víctimas, los mensajes más contraproducentes para una sociedad que aspira a convivir civilizadamente, como si se tratara de verdades inapelables. Lo digo como una víctima más, cansada de que pretendan representarla unos sujetos que no hacen más que pregonar la ley del ojo por ojo y diente por diente.
* Dirigente del Partido Socialista (PS). Diputado nacional del Bloque Encuentro Popular y Social